Por: Diana Rodríguez.
El 5 de julio de 2025 no fue un
sábado cualquiera. En San Blas, ese barrio enclavado entre lomas y sueños al
suroriente de Bogotá, la salsa bajó del cielo en
forma de conga, clave y comunidad. Porque sí, ese día el
asfalto se convirtió en pista, la esquina en tarima y el alma popular en
protagonista. Se celebró el Segundo Festival Salsa al
Barrio SalsanBlas, y lo
que allí ocurrió ya no pertenece a los calendarios, sino al alma del barrio.
Desde temprano, San Blas
despertó como se despiertan las ciudades mágicas en los cuentos: con el eco de
trompetas afinándose en las esquinas, el golpe del bongó marcando el paso del
día, y los cuerpos jóvenes, viejos, novatos y maestros ensayando el ritual de
la danza. En la cancha "La Nacional", más que un polideportivo, se
erigió una catedral popular donde la fé no era otra que el ritmo.
En la carrera 22D, entre las
calles 21A y 22 sur, no se hablaba se guarachaba. No se caminaba se zapateaba.
Las doñas sacaron las empanadas más sabrosas, los chicos pintaron murales como
si fueran hijos de Matta o Lam, y los viejos contaron, entre risas y anécdotas,
cómo en los años ochenta los domingos se bailaba hasta que la luna se cansara
de mirar.
Y es que SalsanBlas
no es un festival: es un manifiesto de barrio en clave de Fa.
Aquí no hubo artistas internacionales con nombres rimbombantes, pero sí hubo
talento puro: de esos que se forman bailando en los andenes, cantando en los
buses, soñando en la esquina. El micrófono lo compartieron todos, como se
comparten el respeto, el espacio y el tumbao.
Un usuario en redes resumió el
espíritu de la jornada con una frase que ya es himno:
“Seguimos
cocinando salsa desde el barrio San Blas”.
Y sí. Se cocina salsa con leña de vecindario, con carbón de alegría y con la
receta secreta de los pueblos que resisten bailando.
Pero más allá del show, lo
que verdaderamente se celebró fue la dignidad del barrio, su
memoria, su derecho a la cultura y su potencia como epicentro de lo bello. En
un país donde a veces la música se silencia con balas, San Blas respondió con
timbales. Donde falta infraestructura, puso creatividad. Donde escasea el
olvido, sembró memoria viva.
Cuando el sol empezó a inclinarse
sobre los cerros y la tarima se apagó, lo que quedó no fue el cansancio, sino
una certeza: SalsanBlas no fue un evento; fue un acto de amor
colectivo. Una forma de decirle al mundo que el barrio está
vivo, que baila, que resiste, que se reconoce en la clave de la salsa y en el
sudor compartido.
Y así, mientras los últimos
comerciantes guardaban sillas y los vecinos se despedían entre abrazos y
guayaberas, quedó sembrada una promesa:
en
San Blas, cada julio, la salsa no suena… la salsa renace.