Por: Diana Rodríguez
Entre cerros y graffitis, entre pogos y rituales
chamánicos con distorsión de fondo, se dieron cita leyendas y emergentes, lo
experimental, lo tribal y la furia . Fue más que un cartel: fue un manifiesto.
Cámara de J.W Rivera
Desde Argentina, A.N.I.M.A.L. y El Mató a un Policía Motorizado llegaron como viejos profetas de un continente que sabe sufrir pero también sabe cantar. Los primeros con su crossover brutal, lanzando puños al sistema desde los noventa; los segundos, flotando entre lo melancólico y lo eléctrico, como si Spinetta hubiera crecido escuchando a Sonic Youth.
Los Cafres pusieron a bailar al público con ese reggae de arrabal que ya es patrimonio sonoro de Sudamérica, y Silvestre y La Naranja demostraron que la psicodelia también puede ser elegante.
Desde México, Allison, Cemican, Descartes a Kant, Desierto Drive, El Gran Silencio y Los de Abajo armaron un bloque sonoro imposible de ignorar. Hardcore emocional, metal prehispánico, math rock teatral, pop-rock eléctrico, cumbia industrial y ska revolucionario. ¿Quién dijo que México solo exporta rancheras?
Cámara de J.W Rivera
Desde el sur austral, Animales Exóticos
Desamparados y Mawiza trajeron la rabia chilena en clave de postpunk
y raíces mapuche amplificadas.
Francia trajo a Carmen Sea, y su math rock
instrumental se sintió como ver a Godspeed You! Black Emperor tocando en una
ópera industrial. De Suecia, los brutales Dismember, pioneros del death
metal escandinavo, con un set que se sintió como una guerra de hachas en medio
de una nevada.
Desde Brasil, los incombustibles Black Pantera y The Monic dejaron claro que el rock afro y femenino están más vivos que nunca. Canadá soltó a Comeback Kid, que hizo estallar a los asistentes con su hardcore melódico.
Estados Unidos trajo dos pesos pesados: Hirax,
con su thrash crossover directo desde los ochenta, y los legendarios Madball,
que barrieron el suelo con riffs y actitud neoyorquina.
Y desde Panamá, Los Rabanes prendieron la
fiesta con su ska-core caribeño, un respiro alegre entre tanta distorsión.
Desde el Valle del Cauca llegó fuego: Rain of Fire desde Tuluá con su metalcore demoledor, Rex Marte desde Cali con su sonido progresivo sideral. De Circasia, Somer trajo la melancolía andina con una distorsión que acaricia.
Fotografias de J.W Rivera
Don Tetto y La Derecha representaron a Bogotá con clase y peso: uno con su pop punk que no ha envejecido ni un día, y la otra, con esa herencia ochentera que aún resuena en los muros del centro. Grito, Reencarnación y Tenebrarum mostraron por qué Medellín sigue siendo una capital del metal latinoamericano, mientras Polikarpa y sus Viciosas convirtieron el escenario en una trinchera feminista, punk y visceral.
Pero el verdadero corazón del festival estuvo en los artistas distritales. Apolo 7, Buha 2030, Chimó Psicodélico, Herejía, Metal Sevicia, Urdaneta, Keep The Rage, Piel Camaleón, entre otros, demostraron que Bogotá es más que una ciudad: es un ecosistema musical en ebullición.
Piangua, con su fusión de marimba del Pacífico y noise; Okinawa Bullets, mezclando anime, punk y chicha; Sin Pudor y Sin Nadie al Mando, como gritos de barrios marginales con forma de canción.
La tarima no fue solo una plataforma. Fue una barricada, un altar, un espejo. Entre la neblina andina y el humo de las fritangas, entre cerveza tibia y pancartas con mensajes políticos, este festival fue la constatación de que el arte sigue siendo trinchera, abrazo y exorcismo.
En tres días, Bogotá se convirtió en el corazón
palpitante de una contracultura que se niega a morir, que no se rinde ni ante
algoritmos ni ante reguetones desechables.
Más escenarios, más regiones, más voces subterráneas. Que este sea el primer capítulo de una saga necesaria. Porque lo que ocurrió el 21, 22 y 23 de junio de 2025 en Bogotá no fue un simple concierto: fue historia. Y nosotros estuvimos ahí.
Albúm: Fotografías: J.W.Rivera.