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EN ARMENIA, UN AULA VACIA Y UNA CIUDAD QUE PIERDE.

Por DIANA RODRÍGUEZ

Armenia, Colombia — agosto de 2025


Cortesía fuente anóma

El aula que alguna vez vibró con ideas ahora permanece en silencio. La pizarra sigue colgada, todavía con las huellas de una ecuación incompleta. En la silla del fondo, un estudiante dejó una nota doblada: “Profe, gracias por enseñarnos a pensar”.

Jairo Andrés Acevedo ya no está.

No fue por jubilación ni por voluntad propia. Fue un traslado administrativo, sí. Pero, como suele pasar en los países donde las decisiones pequeñas cargan significados inmensos, fue mucho más que eso. Fue una manera elegante “y profundamente violenta” de castigar la diferencia, de marginar el pensamiento crítico, de apagar una voz que desentonaba con el coro institucional.

Durante años, el profesor Acevedo fue una figura incómoda. No porque fallara en sus deberes —al contrario—, sino porque insistía en hacer de sus clases un acto de resistencia contra la mediocridad. Enseñaba ciencia como quien siembra una revolución: con paciencia, con método y con un amor terco por la verdad. Su aula era un centro de innovación no oficial, donde estudiantes de barrios vulnerables aprendían a mirar el mundo con ojos propios, a hacer preguntas difíciles, a no aceptar el “siempre ha sido así” como respuesta.

Pero ese tipo de docencia no se premia. Se tolera... hasta que deja de ser conveniente.

La administración educativa local decidió trasladarlo. Lo hizo sin una justificación pedagógica clara, sin una evaluación previa, sin diálogo. Lo hizo con la frialdad con la que se firma una orden para mover muebles. Solo que esta vez, el mueble era un ser humano. Un educador. Un símbolo.

En una ciudad con visión de futuro, el profesor Acevedo estaría liderando un laboratorio educativo, asesorando políticas públicas, entrenando a nuevas generaciones de docentes. En Armenia, fue removido como si fuera una molestia, un ruido que hay que silenciar para que la maquinaria de lo habitual siga su curso.

“Esto no es sobre mí -dice el profesor, sentado en la cafetería de una biblioteca pública-”. Es sobre lo que representa. ¿Qué mensaje se da a los jóvenes cuando se sanciona a quien los invita a pensar diferente?”

La pregunta flota en el aire, como una lección sin respuesta.

Mientras tanto, la ciudad sigue avanzando con sus obras públicas, sus planes de desarrollo, sus discursos de modernidad. Pero olvida que ninguna infraestructura salva a una sociedad que margina a sus pensadores. El desarrollo verdadero —ese que transforma vidas, que construye ciudadanía, que siembra esperanza— comienza en las aulas. Y las aulas, sin ciencia ni dignidad, son apenas cascarones vacíos.

Lo que ocurrió con Jairo Acevedo no es una anécdota menor. Es un síntoma. Uno que exige revisar con urgencia las prácticas que están convirtiendo a la escuela pública en un territorio hostil para quienes se atreven a educar desde la ética y el pensamiento crítico.

Porque sin ciencia no hay innovación.
Sin dignidad no hay respeto.
Y sin educación crítica no hay país posible.