Por Diana Rodríguez
A veces uno se pregunta por qué nos obsesionamos tanto con recrear mundos cuando este, el de carne, tiempo y contradicción, ya es bastante inabarcable. Pero entonces aparece el cine. O, más bien, el diseño de producción. Esa pequeña gran alquimia que permite materializar lo invisible: un recuerdo, un olor, una muerte, una utopía rota.
Eso
fue Lab Macondo. No una clase, ni un laboratorio técnico. Fue más bien una
experiencia viva, como una casa que se construye entre muchas manos, todas
temblorosas pero decididas. Un espacio donde veinte almas –llamarlas becarios
sería reducirlas– se encontraron con su oficio como si fuera un espejo viejo
que, por fin, les devuelve la imagen que buscan.
Ocurrió
en Chapinero, en esa guarida de cine que es Congo Films School, pero podría
haber sido en cualquier otro lugar donde el arte se permita el lujo de
respirar. Entre escenografías, luces suaves y maquetas que parecían hechas con
la paciencia del que sabe que todo se derrumba, se llevó a cabo un cóctel. Sí,
un cóctel, pero no de esos que uno olvida al otro día. Fue un encuentro con lo
que se está gestando, con lo que aún no ha nacido pero ya respira.
Allí, frente a otros que miran el mundo como si fuera un set en permanente montaje, se revelaron los secretos de cómo se construye un universo sin traicionarlo. Y también, como si fuera un susurro que solo unos pocos alcanzan a oír, se dejó ver el alma de cada escenario.
Luego
vino el panel, ese que ocurrió en el auditorio del Gimnasio Moderno, pero que
bien pudo pasar en una estación entre realidades: “El sentido de materializar
el apocalipsis, la muerte y Macondo”. Qué título, qué ambición. Pero allí
estaban María, Jacques, Carlos, Bárbara... todos con sus nombres en los
créditos de Netflix y el peso de sus mundos a cuestas. Hablaban con la
honestidad de quienes no quieren enseñar, sino compartir las heridas de haber
imaginado demasiado. Sofía Guzmán los guiaba con la delicadeza de quien sabe
que cada palabra es también una escenografía.
Pero
lo más profundo no estaba en los nombres ni en los títulos. Estaba en el
silencio después de cada frase. En la manera en que los oyentes –que también
son constructores de sueños– guardaban cada idea como si fuera una chispa a la
que podrían volver cuando todo parezca oscuro.
La
fase presencial terminó, pero en realidad no terminó nada. Porque ahora esos
veinte no solo saben más: también sienten distinto. Escucharon a guionistas,
diseñadores, fotógrafos, decoradores, directores. A quienes entienden que un
sofá viejo puede contar más que un diálogo, y que una planta mal puesta arruina
una escena como una palabra mal dicha arruina una amistad.
Tomado de la web Img 1.1
Y
sí, hubo proyectos seleccionados. Cuatro ideas que se rodarán en el marco del
BAM. Pero lo verdaderamente importante es lo que se quedó latiendo en ellos.
Ese impulso raro y sagrado de seguir imaginando, a pesar del mundo, o quizás
por culpa de él.
Lab
Macondo no enseña a diseñar sets. Enseña a pararse con humildad frente al vacío
y decir: “Aquí podría ir una historia”.
Y
qué dicha que todavía haya quienes se atrevan a contarla.
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